El lunes 25 de octubre se cumplieron 83 años de la decisión de morir que tomó Alfonsina Storni, una de las más grandes escritoras argentinas. Tuvo una vida tan dura como apasionante. Vivió marcada por las estrecheces económicas, condicionada en la infancia por el alcoholismo de su padre y obligada a sobrevivir por sí misma desde pequeña. Era una niña cuando vivió en San Juan, pero la Escuela Normal, su barrio, los canales y los membrillares son protagonistas de uno de sus poemas.
De familia sanjuanina, pero nacida en Suiza, Alfonsina fue la primera mujer que se integró al mundillo literario porteño, participando de los banquetes de escritores, entonces habituales. Eso, en un ambiente dominado por varones, posiblemente la hiciese parecer la “loba” fuera del “rebaño”, como ella misma describió en el poema “La loba”, incluido en su primer libro, “La Inquietud del rosal” publicado en 1916.
Después de vivir en el exterior, cuando tenía apenas cuatro años sus padres decidieron regresar a San Juan, donde vivieron a lo largo de ocho años. En San Juan cursó sus estudios primarios y vivió momentos que la inspiraron a, años más tarde, escribir sobre los canales, los membrillares, su barrio sanjuanino y la Escuela Normal.
Su recuerdo, su infancia en San Juan, en una conferencia que pronunció en Montevideo el 27 de enero de aquel año titulada “Entre un par de maletas a medio abrir y la manecilla del reloj”.
Estoy en San Juan, tengo cuatro años, me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa, muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo del ojo el efecto que causa en el transeúnte. Unos primos me avergüenzan gritándome que tengo un libro al revés y corro a llorar detrás de la puerta.
A los seis años robo con premeditación y alevosía el texto de lectura en que aprendí a leer. Mi madre está muy enferma en cama; mi padre perdido en sus vapores. Pido un peso nacional para comprar el libro. Nadie me hace caso. Reprimendas de la maestra. Mis compañeras van a la carrera en su aprendizaje. Me decido. A una cuadra de la escuela normal a la que concurro hay una librería; entro y pido: El nene. El dependiente me lo entrega; entonces solicito otro libro, cuyo nombre invento. Sorpresa. Le indico al vendedor que lo he visto en la trastienda. Entra a buscarlo y le grito: “Allí le dejo el peso”, y salgo volando hacia la escuela. A la media hora las sombras negras, en el corredor, de la directora y de aquel, encogen mi corazoncillo. Niego, lloro, digo que dejé el peso en el mostrador, recalco que había otros niños en el negocio. En mi casa nadie atiende reclamos y me quedo con lo pirateado.
Crezco como un animalito, sin vigilancia, bañándome en los canales sanjuaninos, trepándome a los membrillares, durmiendo con la cabeza entre pámpanos. A los siete años aparezco en mi casa a las diez de la noche acompañada de la niñera de una casa amiga adonde voy después de mis clases y me instalo a cenar.
A los ocho, nueve y diez años miento desaforadamente: crímenes, incendios, robos, que no aparecen jamás en las noticias policiales. Soy una bomba cargada de noticias espeluznantes, vivo corrida por mis propios embustes, alquitranada en ellos; meto a mi familia en líos, invito a mis maestros a pasar las vacaciones en una quinta que no existe; trabo y destrabo, el aire se hace irrespirable; la propia exuberancia de las mentiras me salva.
A los doce años escribo mi primer verso. Es de noche: mis familiares, ausentes. Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo cuidadosamente y lo dejo debajo del velador, para que mi madre lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso: a la mañana siguiente, tras una contestación mía levantisca, unos coscorrones frenéticos pretenden enseñarme que la vida es dulce. Desde entonces los bolsillos de mis delantales, los corpiños de mis enaguas, están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan.
Alfonsina realizó numerosas publicaciones, trabó amistad con los más importantes escritores rioplatenses, desde Horacio Quiroga hasta Leopoldo Lugones, de quien más tarde se distanciaría. Afectada por habituales trastornos neuróticos y un grave cáncer de mama, Alfonsina no soportó más los fuertes dolores que le producía su enfermedad. A principios de octubre de 1938 dependía de la morfina para apaciguar el sufrimiento. Los médicos le habían dado seis meses de vida, pero Alfonsina no iba a dejar librado a los caprichos del destino su último aliento y el 25 de octubre de 1938, a los 46 años, se hundió en las aguas de Mar del Plata.