Un árbol de Navidad hecho con manitos en la puerta de casa. Otro árbol enorme que adorna el living y una pared con fotos de ellos, los chicos y chicas de la residencia. Esta casa de barrio está ubicada en Rivadavia y allí funciona un hogar de la Dirección de la Niñez, Adolescencia y Familia.
Para “M”, de 13 años, que llegó hace dos, en plena pandemia, este lugar es su hogar y está su familia. “Tías”, le dicen a las cuidadoras y aunque ellas intentan explicarles que no es así, se vuelve difícil en la convivencia diaria y por el vínculo que desarrollan los niños con las mujeres que se encargan de todas sus necesidades.
Yo creía que me iban a retar por todo y me daba mucho miedo entrar acá. Después me di cuenta de que no era así.
“M” tiene su amiga, otra nena de 13 años con la que comparten habitación. “A veces nos peleamos pero después nos amigamos porque a mí no me gusta estar peleada con nadie”, cuenta la amiga.
En este hogar a cargo del Estado, viven 7 niños. Todos conforman una gran familia o, por lo menos, intentan que sea lo más parecido porque las suyas no pudieron cuidarlos.
En San Juan hay 15 casas que forman parte del programa de Residencias de la Dirección de la Niñez, y están distribuidas en los departamentos del Gran San Juan. Todas son casas de barrio y no están identificadas como un hogar del Estado, justamente porque lo que se busca es que los niños y niñas que ahí viven, tengan una dinámica familiar como la que existe en cualquier casa sanjuanina.
“Se crea con la necesidad de que, cuando un chico está en riesgo, se lo albergue en Residencias para protegerlo. Siempre están judicializados los chicos que ingresan a Residencias”, explica Estela Balmaceda, coordinadora general.
Natacha Cortez es la encargada de este lugar que está en Rivadavia y tiene un cuadernito con la información de cada uno de los niños. Cumpleaños, turnos médicos, las notas de la escuela y si les falta ropa.
“Lo más difícil de este trabajo es cuando una vinculación no funciona, ellos se van con una ilusión y vuelven muy mal”, relata Natacha. Es que si bien no todos ellos están en condiciones de ser adoptados, su mayor ilusión es que una familia se los lleve y cuando esto no funciona, regresan al hogar “destruidos”, aseguran las trabajadoras.
“Hay resistencia porque generalmente son chicos que naturalizan situaciones que no están bien, porque no conocen otra cosa”, explica Ailín Páez, la psicóloga.
A “M” le gustaría ser oftalmóloga pero cuando entró no había terminado la escuela y fue gracias a la intervención de estas trabajadoras que terminó segundo año sin llevarse ni una sola materia. Es curiosa y nos pregunta qué estamos haciendo acá: “¿Y vos qué sos?”.
“Lo que más nos cuesta es hacerles entender que ellos son merecedores de amor, de respeto, de un estudio y de tener una familia”, comenta Ailín. Ella junto a la trabajadora social, Valeria Guerraro, es quien recibe a los chicos cuando entran judicializados y su trabajo es ser el nexo entre los niños y el juzgado.
En esa vivienda también comparten sus días otros niños más chicos que “M” y su amiga, son varones de entre 5 y 7 años. Las chicas duermen en una de las habitaciones, cada una tiene sobre la cama su peluche o su muñeco con su personaje favorito y lo mismo con los varones. Cuando uno cumple años, Natacha la encargada, es quien les pregunta de qué temática quieren su fiesta y todas las trabajadoras hacen el esfuerzo para cumplirles ese deseo.
Si uno pide del hombre araña, le hacemos del hombre araña y así. Ellos tienen que sentir que son individuos, distintos uno del otro, con sus gustos y sus necesidades.