El señor Fidel murió. Había estado en este mundo durante largos y venturosos cincuenta años, haciendo el bien hasta a los desconocidos, según publicó TN.
Su numerosa familia sabía que había muerto porque lo vio cierto día inmóvil, inconsciente y goteando sangre, hasta que el líquido dejó de rezumar, así como ocurre con los muertos. Nadie lo podía creer de un hombre tan bueno. Ni a los sacudones de sus hijos reaccionaba y ni siquiera a los llamamientos de su esposa, a la que le tenía un cariño religioso.
Estaba muerto, decían los vecinos, que iban llegando ante los quejidos y chillidos de los numerosos Pantoja, que era este el apellido de Don Fidel. Las mujeres Pantoja no tenían consuelo frente a lo irremediable, ni una pizca, pero los hombres Pantoja, con semblante luctuoso al lado del cuerpo de Don Fidel, escondían la esperanza de que, de un momento a otro, alguno de los párpados del muerto diera alguna señal de que el mal momento se había debido a un malestar más encarnizado que otros de los tantos que había padecido Don Fidel en los últimos tiempos, pero pasajero al fin.
Resignación en las mujeres y desconfianza en los varones, que no estaban convencidos de que Dion Fidel hubiese abandonado su querida vida. Nunca había salido de la “perla del Pacífico”, como le dicen a Tumaco, un municipio antiguo en el departamento de colombiano de Nariño. Pero Don Fidel había muerto y contra la evidencia del cuerpo inerme, los ojos hundidos ya sin luz, su rostro cadavérico que aún conservaba sus rasgos de ascendencia indígena y los colores trastornados de su piel arrugada no hubo más remedio que realizar los preparativos para que descansara al cuidado del buen Dios.
Era el 7 de abril de 2019. Los Pantoja lloraron a Fidel con gran pesar. También sus vecinos y todos aquellos que habían conocido su carácter afable y su conversación pausada y atractiva a causa de la melodía de su decir más que por las palabras saltarinas, a medio terminar y muchas ininteligibles. Era difícil para todos que ese mal de los pulmones, que lo hacía toser cada vez con más frecuencia, le provocara semejante pérdida de sangre.
Su esposa, María Gladys, que se apellidaba Marín, se encargó de preparar el cuerpo, de peinarlo, de cuidar que sus manos y sus pies estuviesen limpios, de buscar en el armario aquel viejo saco azul oscuro que alguna vez se había colocado en invierno, que tenía rajado uno de sus bolsillos exteriores, el izquierdo, que ella se dedicó a coser con delicadeza, como si formara parte del cuerpo de su marido. No sabía la mujer cómo se había producido ese desgarro y ahora ya no le importaba. Qué podía haber colocado Don Fidel en ese bolsillo… Apenas halló la señora un poco de tabaco. Se imaginaba verlo caminar con su cigarrito entre los dedos medio y anular en lugar de llevarlo, como los demás, entre el dedo índice y el anular. ¡Bah, qué importaba ya! Ella cosía y se enjugaba las lágrimas.
A Don Fidel lo velaron en su propia casa. Hicieron pasar a los amigos y vecinos apenas el cadáver estuvo preparado, impecable, peinado como nunca en su vida. Lo habían colocado en su cama y pronto estuvo rodeado por su esposa y sus diez hijos y esperando turno la legión de conocidos, la mayoría de los cuales se quedó toda el día y la noche. A la mañana siguiente, todos formaron la larga fila hacia el cementerio.
Un sueño, una señal
“Hijo me sigue doliendo esta maldita espalda… Estoy aún con este mal de los pulmones que me molesta. María se enojará si se entera que ando fumando a escondidas y mucho más ahora que me han separado de ella”. Fidel estaba en la puerta de su casa y su hijo lo veía con toda la claridad de un día de sol centellante. Su misma camisa y sus pantalones, pero parado sobre sus pies. Sin dudas era su rostro pero algo había cambiado en ella y no sólo en ella pues su papá no tenía sombra. El joven pensó que lo aquejarían los dolores habituales. De repente Don Fidel entró en la casa sin saludarlo y el muchacho amagó con seguirlo pero parecía que un potente viento se lo impedía, como un fuerte soplido que constituía una barrera invisible.
Todos los días habían sido iguales desde hacía una semana y dos días, es decir desde que enterraron a su padre. Pero su padre no estaba muerto pues él lo había visto a la noche, en ese momento cercano al amanecer cuando la somnolencia se confunde con el despertar. Una idea angustiante se apoderó de él: había vida en ese cuerpo enterrado en el cementerio.
Se levantó como un rayo de su cama y fue corriendo a ver a su vecino Camilo Pedomo, y le contó que Fidel estaba vivo, que lo había visto en un sueño tan real que era una señal, que había que ir a desenterrarlo. La noticia de que habían sepultado a un vivo corrió con velocidad pasmosa y la inquietud se apoderó de todos. ¿Cuántos muertos estarán tan muertos como Don Fidel? Era sabido que nadie se conforma con estar muerto…
Otro hijo de Don Fidel bajó la cabeza por un instante, lloraba, se movía nerviosamente, estaba aterrado por el error que habían cometido de enterrar a su padre vivo, porque resultaba, al fin de cuentas, que uno de sus hermanos lo había visto y aquella desconfianza que los había invadido en el velatorio, cuando lo vieron inmóvil, había resultado ser un aviso. Todos los hermanos fueron a decirle a doña María. La pobre se desmayó. Al recobrar la conciencia la mujer comenzó a tiritar, tenía chuchos, la frente le hervía. La noticia desarregló su estado emocional. No podía mantenerse en pie y debió ser internada.
Había que desenterrar al muerto porque estaba vivo
Los habitantes comenzaron a indagar si alguno lo había visto a Don Fidel en estos nueve días desde el entierro. No creían que tuviera fuerzas suficientes para salir por su cuenta del cajón. O tal vez sí… Las señales eran evidentes. Don Fidel estaba vivo y lo que debían hacer era ir con urgencia al cementerio. La pesadumbre cayó sobre la pequeña comunidad pues todos se sentían culpables de semejante atrocidad. ¿Cómo estaría allí el pobre Fidel, tantos días sin probar bocado? Antes de colocarlo en el ataúd debieron pincharle la planta de los pies… Se conocían historias de personas que guardaban en sus extremidades una luz de vida, decían…
La novedad era aterradora. En el cementerio, cerca de la tumba de Don Fidel y en ella misma se escuchaban ruidos. ¿Qué clase de ruidos? Eran los apagados gritos de Don Fidel exigiendo su salvación, comentaban los que lo habían oído, porque si no lo rescataban la muerte los atraparía de verdad y lo llevarían a las profundidades. Eran distintos vecinos que daban fe de haber escuchado quejidos, rumores… El espíritu jamás había abandonado el cuerpo de Don Fidel y clamaba por recuperar su vida plena. En la noche, el silencio podía romperse por cualquier motivo y esta vez la razón la tenía el muerto que no lo estaba. Ya no eran algunos los que creían que Pantoja estaba vivo sino todo el poblado. Una multitud se reunió en el cementerio para escuchar los lastimeros sonidos que todos afirmaban que provenían de la tumba de Don Fidel.
La familia Pantoja cuidaba de doña María pero también discutía con las autoridades municipales de Nariño que se oponían rotundamente a realizar una exhumación. Ya habían utilizado los servicios de un cura que había cumplido con la oración por el difunto lo cual significaba que el muerto estaba muerto. ¡Un cura no anda regalando responsos!, bramaban los empleados. La municipalidad no podía, afirmaban, cometer el sacrilegio de faltarle el respeto al señor cura y mucho menos al propio difunto que si estaba enterrado era porque estaba bien muerto. No, de ninguna manera.
Los Pantoja replicaron que su padre no estaba muerto y que la ofensa sería para los otros muertos meter entre ellos a uno que estaba vivo porque cada cual debía estar en su lugar. El hijo de Don Fidel que lo había visto en su sueño daba fe de que su padre esperaba volver entre los suyos; los ruidos y sordos gritos sepulcrales certificaban el deseo del muerto de gritar a los cuatro vientos que estaba vivo y de ser rescatado de la tumba, a la cual todavía no pertenecía. Los vecinos ahora gritaban que desenterraran a ese hombre desgraciado. Era un clamor que venció la resistencia de los empleados municipales.
Doña María se repuso lo suficiente para volver a su casa. Mientras sus hijos hacían los trámites a los gritos para regresar a su marido, ella se dedicó amorosamente a preparar la bienvenida. No todos los días se vuelve de la tumba. Preparó los platos favoritos de Fidel y también, esmeradamente, repasó con la plancha las pocas ropas de su querido Fidel. Y se quedó esperando a su marido como lo había hecho otras veces. Nadie podía quitarle la felicidad de abrazarlo; cuando muerto había cumplido con su obligación de dejarlo ir al cementerio, vivo como estaba debían reconocerle el derecho sagrado de estar junto a su esposo. “Yo voy a esperar a que llegue, porque él ya va a llegar”, dijo.