Dos profesores de derecho que daban clases en Alemania, Carlos Nino y Jaime Malamud Goti, llevaron una carpetita al encuentro con Raúl Alfonsín, que los recibió a fines de 1982 cuando la transición democrática era una camino fangoso e inestable. Nino y Malamud Goti le presentaron al precandidato a presidente del radicalismo un plan para juzgar a los militares que habían ejecutado un plan sistemático de violaciones a los derechos humanos. Alfonsín escuchó con atención y prometió analizar la propuesta de los dos profesores que soñaban con la democracia. Era un utopía: Ítalo Argentino Luder era el precandidato más taquillero del peronismo y ya había aceptado convalidar la autoanmistía dictada por las propias Fuerzas Armadas.
Utopía, libertad, primavera democrática y justicia eran palabras básicas hace 38 años. Alfonsín juró como presidente y Luder quedó rumiando una derrota política que no estaba en los cálculos del sistema de poder que se acomodaba a la nueva agenda institucional.
Las Fuerzas Armadas resistían en los cuarteles, el peronismo dominaba las principales gobernaciones -con excepción de Buenos Aires y la Capital Federal- y la Unión Cívica Radical (UCR) estaba en minoría en ambas cámaras del Congreso. El Fondo Monetario Internacional (FMI) – controlado por los bancos que operaban en Wall Street- querían cobrar su deuda y la inflación y la pobreza tenían números imposibles de resolver para una democracia débil.
Y en medio de la tormenta implacable, con su carácter explosivo y la mirada transparente, estaba Alfonsín. Fue una ráfaga democrática que juzgó a los excomandantes (con la idea filosófica de Nino y Malamud), protegió a la libertad como pudo, fracasó en la economía y a merced de la Ética de la Responsabilidad que aprendió de Max Weber, aceptó las condiciones de la corporación militar que tenía la carapintada.
“Era eso o terminaba la Democracia”, me explicó Alfonsín una tarde, cuando su vida ya estaba en cuarteles de invierno.
Alfonsín no cumplió su mandato de seis años y le entregó la Presidencia a Carlos Saúl Menem, que a mediados de 1989 todavía era resistido por el establishment que operaba alrededor de la Casa Rosada. Menem fue pragmático y muy perspicaz para entender que la caída del Muro de Berlín implicaba un cambio de época y de paradigma geopolítico.
El Presidente peronista indultó a los militares y a los guerrilleros, se plegó a Estados Unidos y al Consenso de Washington, privatizó a la mayoría de las empresas estatales, transformó la palabra en un simple artilugio de comunicación, enfrentó decenas de casos de corrupción, y nunca pudo explicar porqué durante su Gobierno se sucedieron los ataques terroristas a la embajada de Israel y a la AMIA.
Menem es el mandatario con más tiempo que ocupó la Casa Rosada: diez años y seis meses. Y su reelección presidencial es un ejemplo doméstico de realpolitik. Convenció a Alfonsin para firmar el Pacto de Olivos, y a continuación ganó los comicios de 1995 prometiendo que la Convertibilidad era una plan económico eterno.
Fue una época democrática atravesada por múltiples contradicciones. Menem terminó con las asonadas militares, cautivó a la clase media por la estabilidad del dólar y la inflación, soslayó las acusaciones penales en su contra vinculadas al narcotráfico, al tráfico de armas y al cobro de coimas, arrancó una sonrisa por sus apariciones mediáticas, no dudó en pelear por su Ferrari Testarossa, y fue avalado por los principales líderes mundiales (desde George Bush a Boris Yeltsin).
El presidente peronista, riojano de nacimiento, tenía carisma y una calidez que sólo apagaba frente a sus enemigos políticos. Podía saltar el protocolo y prometer la luna si hacia falta. Le dijo a Muamar el Gadafi que le vendería una partida de misiles Cóndor, a Háfez Al-Asad que le vendería uranio y a Chaim Herzog que reconocería a Jerusalem como capital de Israel.
“Fui un buen Presidente. Pero mataron a Junior, y desde ese momento ya nada importó”, confió Menem una tarde de primavera, cuando protagonizaba su ocaso en el Senado.
Menem fue sucedido por Fernando de la Rua, un abogado conservador afiliado al radicalismo que se asoció con Carlos “Chacho” Álvarez, un dirigente peronista de centro izquierda que tenía mucha influencia en los sectores progresistas de la Argentina.
Desde el primer día del gobierno de la Alianza, De la Rua y Álvarez exhibieron sus diferencias políticas e ideológicas. Todo era una puesta en escena, y las batallas internas sucedían como un acontecimiento cotidiano entre las facciones representadas por el Presidente y el Vicepresidente.
Mientras tanto, la Convertibilidad se había transformado en una bomba de tiempo, el peronismo rearmaba sus fuerzas para regresar al poder y el FMI presionaba sin prisa ni pausa. La Banelco y la ley de Flexibilización Laboral convirtió a la Alianza en un pantano, a De la Rua en la incertidumbre cotidiana y al despacho de Álvarez en la Jabonería de Vieytes.
A bordo de un helicóptero, a fines de diciembre de 2001, De la Rua encarnó la autoprofecía cumplida. En esa época, el establishment porteño aseguraba que los presidentes radicales no cumplían sus mandatos. Ya había sucedido con Alfonsín, y ahora anticipaban la caída prematura del jefe de Estado que ya no tenía vicepresidente.
Álvarez había renunciado por el presunto pago de coimas en el Senado, y De la Rua había fracasado en un viaje relámpago a New York para lograr el respaldo de George Bush (hijo). Era noviembre de 2001, después del ataque terrorista a las Torres Gemelas, y Bush aún hoy recuerda la charla que mantuvo con De la Rúa en el Waldorf Astoria.
“Me pidió que permitiera entrar limones argentinos. Me habían dicho que quería fondos para la economía, pero ese tema casi no lo mencionó. Me fui con la idea de los limones”, comentó Bush (hijo) durante una cena privada con empresarios argentinos que lo conocen desde fines del siglo XX.
De la Rúa se fue en helicóptero de la Casa Rosada a Olivos, mientras las fuerzas de seguridad mataban y herían sin distinción de clase, profesión o pertenencia política. La crisis institucional era terminal, y en un poco más de una semana, Ramón Puerta, Eduardo Camaño, Adolfo Rodríguez Saa y Eduardo Duhalde fueron nombrados presidentes de la Argentina.
Duhalde hizo el ajuste y después estabilizó la economía. Pensó que podía mantener el poder a través de elecciones generales, y tejió muchísimo para llegar a ese sueño. Pero la policía bonaerense asesinó a los piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki en junio de 2002. Y al mandatario provisional no le quedó otra alternativa que designar a un candidato presidencial con posibilidades de triunfar en los comicios de 2003.
Duhalde pensó en José Manuel de la Sota y a continuación se inclinó por Néstor Kirchner, gobernador de Santa Cruz. Fue el único dirigente justicialista que había exhibido voluntad y voracidad para competir con Menem, que buscaba su tercer mandato presidencial a cuatro años de entregar el poder a De la Rua.
Menem triunfó en la primera vuelta de los comicios de 2003, pero sacó las cuentas, asumió que perdía en segunda vuelta y renunció al balotaje. Ese día, 14 de mayo de 2003, Néstor Kirchner se convertía en Presidente con una porción de votos minimalista: 22.25 por ciento del electorado. Nada para un dirigente desconocido, frente a una sociedad que no se cansaba de repetir “que se vayan todos”.
Kirchner fue una sorpresa política. Un huracán que arrasaba a su paso y convertía en añicos a sus enemigos. Duhalde fue la primera víctima de Kirchner, que nunca leyó el Elogio de la Traición. Después, el presidente inesperado avanzó sobre la Corte Suprema, que manejaba Menem a distancia. Y por último, mejoró la economía con Roberto Lavagna y se apropió del discurso de los Derechos Humanos.
Lavagna aprovechó el ajuste hecho por Duhalde, y Kirchner se apalancó sobre el valor de la soja. Estas dos condiciones económicas, más las críticas constantes a la dictadura militar y el respaldo de la opinión pública, transformaron a Kirchner en un presidente con muchísimo poder.
Ya no importaban las denuncias de corrupción, o el plegamiento ideológico a Hugo Chávez, Fidel Castro o Rafael Correa, Néstor Kirchner tenía vuelo propio y aprovechaba todos los espacios a la vista para consolidar un proyecto familiar que excedía su mandato de cuatro años.
A dedo, Kirchner eligió a Cristina Fernández de Kirchner como su probable sucesora en Balcarce 50. CFK leyó más que Néstor Kirchner y su voracidad política no admite prueba en contrario. Era un matrimonio del poder, y la intención era completar 4 mandatos, dos cada uno, en forma intercalada. Es decir: 16 años -al menos- ocupando la Casa Rosada.
Cristina fue la primera mujer elegida como jefa de Estado con el voto popular. Y es la primera dirigente -sin importar el género- que fue diputada, senadora, convencional constituyente, presidente (dos veces) y vice. Nadie tuvo más cargos que ella, ni siquiera Juan Domingo Perón o Evita.
CFK aprovechó la inercia del gobierno de Kirchner. Pero no fueron administraciones similares, y el panorama se complicó cuando el expresidente falleció en 2010. Cristina tenía una manera muy abrasiva de ejercer el poder, mientras la deuda externa se acumulaba, la economía declinaba y los protagonistas globales trataban de esquivar los contactos con la jefa de Estado.
El punto de inflexión sucedió cuando Cristina negoció un memorándum con Irán por la causa AMIA, y meses más tarde fue denunciada de encubrimiento por el fiscal federal Alberto Nisman. CFK rechazó la denuncia, y un día antes de comparecer en el Congreso para ratificar su acusación penal, Nisman fue asesinado en su departamento de Puerto Madero.
CFK terminó sus ocho años de mandato sin gloria. Afectó el proceso institucional cuando se negó a participar de la ceremonia de asunción de Mauricio Macri, y dejó una economía a la baja con los números oficiales manipulados por el INDEC. En Comodoro Py tenía una docena de causas abiertas, y la lectura en el poder era que Cristina ya pertenecía al pasado histórico de la Argentina.
Un error de cálculo como se demostraría tiempo más tarde.
Macri se propuso como una alternativa al peronismo como partido dominante. En alianza con la UCR y la Coalición Cívica, el presidente del PRO diseñó una estrategia de Gobierno que fue respaldada por el establishment internacional y apoyada a regañadientes por los factores permanentes de poder de la Argentina.
La economía nacional fue la daga que terminó con la administración presidencial de Cambiemos. Macri se aferró a un plan de ajuste aprobado por el Fondo Monetario Internacional (FMI), que le concedió un crédito Stand-By de 44.000 millones de dólares que sólo se utilizó para cancelar obligaciones financieras.
El Presidente protagonizó una importante agenda internacional y organizó la cumbre del G20 en Buenos Aires. Pero ningún país importante salió al rescate de la Argentina, cuando era evidente que el programa del FMI había causado más costos económicos que beneficios.
Cristina observó el cambio en la opinión pública frente a Macri. Y no dudó en convocar a Alberto Fernández, que deambulaba por los medios asegurando que CFK era corrupta y que a Nisman lo habían asesinado. La expresidente no se detiene en hechos del pasado. Y no tuvo problemas en cerrar un acuerdo con su exjefe de Gabinete.
La jugada política fue un éxito. Alberto Fernández fue designado Presidente y ella vicepresidente. Ya pasaron dos años de la asunción y está claro que se trata de una alianza de poder entre dos peronistas que tienen proyectos propios y distintos.
Hace 38 años, un día como hoy, la clase política y la opinión pública se comprometían a defender y profundizar la democracia. Era una época incierta, cargada de secretos, sueños y esperanzas. Sólo se cumplió con preservar el sistema institucional y evitar un nuevo golpe de estado.
Esta premisa, a casi cuatro décadas, sabe a poco. Ya no es un desafío, es apenas un rito lejano que se practica en recuerdo de los que no están, de los que no pudieron ver la madrugada del 10 de diciembre de 1983.
La nostalgia no puede simplificar el valor de la Democracia. Ni tampoco atribuirle una dimensión que, en el caso de la Argentina, no tiene. El compromiso de profundizar el sistema institucional sigue en pie: pero nadie sabe cuando será cumplido y que significará cuando deba ser explicado.
Cada 10 de diciembre.