Te quiero, te quise y te querré. Desde tu primer latido que me habló de tu existencia. A partir de ese instante supe que serías mi persona favorita en el mundo. Mi héroe en este lío llamado mundo. Ni bien entendí que nunca más estaría sola.
Toda mujer en algún momento de su vida sueña, o cuanto menos fantasea, con ese momento. Convertirse en madre. Esa única carrera en donde primero que nada te otorgan el título, y después comienzas a cursar la carrera. Desde luego, dictada solo en la universidad del hogar.
Nadie más conocerá la fuerza y el poderío de mi amor por ti. Después de todo, eres el único que conoce cómo suena mi corazón desde dentro.
-Anónimo-
Casi todas hemos soñado en ese momento en que ese pedazo de nuestro ser abandona su vientre-cuna para apoderarse de nuestros brazos. Pero más que lo desees con todas tus fuerzas y lo anheles con todo tu corazón, hasta que no sientes determinadas señales que hablan de la magia de un hijo, difícil comprender lo que se siente.
Es que cuando escuchas los latidos de su corazoncito en las primeras ecografías, te invade una emoción inexplicable. Gestas vida en tu interior. Con el tiempo, un par de piernitas y bracitos comienzan a sacudirse, recordándote que la felicidad puede adquirir varias formas. Pero en esta oportunidad, la alegría toma la de un hijo.
Te quiero desde nuestra sintonía intrauterina
El amor que se puede sentir tras batallar un nacimiento es impresionante e inimaginable. La devoción que comienzas a experimentar ni bien observas y abrazas por primera vez a tu bebé es tan inexplicable como inigualable. Realmente se equipara con tocar el cielo con las manos.
Sin embargo, puedo afirmar con total convicción que te quiero desde que intuí esa perfecta sincronía intrauterina. La armónica música de nuestros corazones sonando al compás del futuro. Me conociste como nadie. Me sentiste. Aprendí a interpretarte en mi abdomen durante esos nueve meses.
Recuerdo tus primeros movimientos. Al principio, generaban mariposas en mi barriga. Era el amor y la emoción. Luego, se hicieron presente las pataditas y, por qué no, codazos. Pintabas con acuarela las más bonitas sonrisas en mi rostro. La ansiedad se hacía presente. Ya soñaba con tenerte en mis brazos, mi cielo.
Y finalmente ocurrió ese tan esperado milagro. Nuestra primera gran cita, a ciegas. Ésta no tenía margen de error, no podía fallar. Sabía que allí conocería al verdadero amor de mi vida. Un amor diferente a los demás. Profundo, puro, incondicional. Sobre todo, infinito, eterno.
¡Qué gran maestro es un hijo, con solo existir, ya enseña a sus hijos a amar!
-Anónimo-
Mi corazón explotó de felicidad. Y si bien desde el momento en que ese test positivo me advertía tu presencia me sentí orgullosa, jamás me sentí tan dichosa y afortunada que cuando dijiste “mamá”. Por primera vez, y con una voz apenas entendible, pero sobradamente dulce y tierna.
La palabra se resignificó al ser proferida por tu boquita. Tomó otro sentido, cobró otra dimensión. Me creía bendecida por todos los ángeles. No obstante, debo reconocer que la maternidad, desde el minuto cero, implicó transitar ese bello camino de sensaciones y sentimientos de ensueño.
Te quiero desde antes de poder ponerte un rostro
Te quiero desde hace mucho tiempo. Más del que imaginas. Incluso, antes de haberte puesto un rostro en mi mente. Antes de conocer si aguardaba por un príncipe azul o por la princesa de todos mis palacios. Mi cuerpo cambiaba y se adaptaba para tu llegada, a la par que nuestro dulce hogar.
Dentro de mi vientre, un confidente y mi mejor compañero. El que sin dudas puede afirmar con certeza que me conoce como absolutamente nadie lo ha hecho. Te hablé, acaricié y canté cada día y cada noche. Sabía que me sentías, y esa verdad me sacudió al tenerte en brazos y comprobar nuestra conexión única y especial.
Claro que no todo fue perfecto durante esa idílica gran espera. A veces, sientes miedo y te invade el temor. Otros tantos la duda o la inquietud se convierte en otro verdugo por excelencia. En ocasiones el mundo parecía desmoronarse. Se sucedían síntomas: debía enfrentar lo difícil para alcanzar la gloria.
Pelear con antojos, náuseas, vómitos, mareos, desvelos, malestares digestivos, dolores de espalda. El precio que elegía pagar por este amor. Financiar con dolor la vida hermosa que nos queda por vivir. Y vaya que valió la pena, lo supe cuando besé esa naricita o cuando me miraste por primera vez.
Ese día en que llegaste a mi vida, irrumpiendo desde entonces en cada uno de mis días, comprendí que nunca jamás volvería a estar sola. Me comprometí entonces a cuidarte y protegerte con mi vida. Juré que nada te pasaría, y que nada te faltaría.
Me prometí enseñarte a ver el mundo con los ojos del corazón. Y aunque no pueda evitar que te caigas, prometo permanecer cerca para tenderte la mano que te ayude a estar de pie. Te ofrecí mi amor y respeto, para que puedas ponerlo en práctica cuando lo desees. Te quiero y por eso también tejí alas para que vueles alto cuando lo dispongas.